David estaba muy bueno y daba igual que estuviera vestido con camisa de botones, pantalones de pinza y zapatos, o con chándal, gorra y dep...
David estaba muy bueno y daba igual que estuviera vestido con camisa de botones, pantalones de pinza y zapatos, o con chándal, gorra y deportivas. Desnudo y con ropa, David era un auténtico macho Alfa capaz de ponértela dura con su presencia.
Y a mí me tenía especialmente embobado.
Su voz enronquecida, la forma en la que se comía palabras al hablar, incluso sus brotes bordes y secos con los que a veces sorprendía. Sí, todo en él me resultaba absolutamente atrayente.
Con David todo era extraño.
Habíamos compartido momentos muy íntimos: un trío con Catalina, folladas de boca y culo con sus respectivas lefas, besos salvajes, lentos y apasionados, hasta palabras secretas que ninguno de los dos se atrevía siquiera a repetir en voz alta. Sin embargo, nada de eso influía en nuestro comportamiento.
Como dos amigos heterosexuales, nuestras conversaciones jamás versaban sobre lo que hubiera sucedido en la cama, bueno, ni en el coche, ni en los baños de la discoteca. Pero ni en público, que sería normal, ni tampoco en privado. De hecho, a veces me daba la sensación de que todo lo vivido hubiese quedado relegado al mayor de los olvidos.
Solo cuando nuestros cuerpos se unían en secreto para dar rienda suelta a nuestros deseos, la confianza ganada con cada encuentro sexual salía a relucir. El resto del tiempo llegábamos a parecer auténticos conocidos. Conocidos con poca o ninguna confianza.
¿Volvería a besar sus gruesos y sensuales labios?
¿Volvería a recorrer su espalda ancha y tatuada con mis manos y mi lengua?
¿Volvería a comerme su culito estrecho y peludo?
¿Y su rabo? ¿Volvería a disfrutar del rabo más grande y gordo que había conocido?
Cuando me sentía optimista me contestaba a todo que sí. Claro que sí, ¿por qué no? Lo habíamos hecho en varias ocasiones y nos gustaba. De hecho cada nuevo encuentro nos permitía ir un paso más allá. Pero apenas manteníamos el contacto, y cuando lo hacíamos, jamás, jamás, hablábamos sobre lo sucedido, como si fuera tabú, como si el David con quién disfrutaba del sexo fuera otro David distinto.
Acabamos tomando cervezas en otra terraza, pero antes nos fuimos los cuatro a los baños del centro comercial, otros distintos a donde había tenido sexo con el camarero italiano. Lo típico, las chicas necesitan ir y nosotros aprovechamos.
Nervioso por encontrarme a solas con David, empecé a pensar en cómo decirle las mil cosas que me apetecía contarle, o por lo menos planear una futura cita donde ser nosotros mismos y disfrutar de nuestros cuerpos, pero no me atrevía, las palabras, simplemente, se habían encasquillado en mi garganta.
Su actitud conseguía hacerme dudar, incluso llegaba a temer por su reacción. ¿Y si le doy una palmada en el culo ahora que nadie nos ve y me devuelve una hostia? ¿Y si le digo de vernos a solas en su coche y me pregunta para qué? Lo veía capaz de eso y de más, de mucho más.
¿Miedo absurdo? Quizá, seguramente lo fuera, pero miedo al fin y al cabo.
David me importaba. Y todavía me costaba creer todo lo que habíamos hecho en la cama, como si todo pareciera fruto de mis fantasías, como si nada de lo ocurrido con él fuera real.
¿Podría haberlo soñado todo?
Meamos juntos, uno al lado del otro, en medio de la fila de urinarios de pared como dos colegas que están de copas con las pibas. Hablamos del gimnasio, de los ejercicios y la dieta que seguíamos, del tiempo necesario para lucir abdominales definidos, pectorales formados, y en definitiva, cuerpos físicamente perfectos.
A pesar de mirarnos mientras meábamos y hablábamos, juraría que nunca desvió la mirada hacia mi rabo, es más, estaba tan atento a mis ojos, que intentaba contenerme para que no me pillara contemplando su pollón. Pero lo echaba de menos, mi cuerpo necesitaba que echara un vistazo, tenía que hacerlo.
Y no, no me atreví.
David llevaba mucho más tiempo que yo en el gym, sus abdominales se apreciaban con claridad, y no fue hasta que decidió mostrarme sus avances subiéndose la camisa, que aproveché para ver sus rabo peludo, gordo, y encapuchado, ahí, en reposo, expulsando las últimas gotas de pis.
Pero no fui el único que disfrutó de su cuerpo y su polla. El pibe que estaba meando a mi lado también se fijó, quedando prendado del majestuoso rabo de mi colega. Entonces David se dio cuenta, y su lado macarra no nos dejó indiferente.
— ¿Qué miras?—agregó con chulería.
Se agarró la polla y se la sacudió ante nosotros.
— ¿Te mola o qué?—gritó, iracundo—. ¡Puto maricón!
— ¡Tío, déjalo! ¡Vamos!—intenté persuadirlo, desconcertado.
— El loco este mirándome el rabo, ¡lo cojo!—rabioso, concluyó mordiéndose el labio y ofreciéndole un puñetazo.
— ¡Venga, vamos!
Y salimos del baño. Él enfadado, yo, yo entre asustado, preocupado e inquieto.
La tarde-noche continuó como hasta ese momento. Cervezas, picoteo, y conversación, tras conversación, entre Lara, David, Catalina y yo. Visitamos el baño una vez más, y en dicha ocasión, tuve que aguantar mis ganas de mirarle la polla, ahora con más motivo que nunca.
Sin embargo mi instinto, que a veces va por otro camino diferente al mío, se arriesgó a mirar con disimulo hasta en dos ocasiones, pudiendo disfrutar de ese pedazo de rabo relajado, y meando, que conseguía quitarme el aliento y ponerme cardiaco.
Pero él nunca miró el mío. Tampoco hablamos de nosotros. Sin más, cada uno se fue para su casa.
¿Qué había pasado?
No entendía nada. Ni su reacción en el baño, ni que tuviera que haber contenido su rabia para que no se diera de hostias con el pibe. ¿Por qué? ¿Odiaba los gays? ¿Me odiaría si supiera que lo soy? Pero, ¿y él?
Intenté dormir aunque pensar en David me mantenía en vilo. Me preocupaba tanto su violencia homofóbica como que ya no volviera a tener nada con él. Y de repente lo eché de menos. Y de repente me llegó un mensaje.
— ¿Estás durmiendo?
— ¡Qué va!
— Te recojo en diez minutos.
Y en diez minutos David me esperaría en su coche.
Y a mí me tenía especialmente embobado.
Su voz enronquecida, la forma en la que se comía palabras al hablar, incluso sus brotes bordes y secos con los que a veces sorprendía. Sí, todo en él me resultaba absolutamente atrayente.
Con David todo era extraño.
Habíamos compartido momentos muy íntimos: un trío con Catalina, folladas de boca y culo con sus respectivas lefas, besos salvajes, lentos y apasionados, hasta palabras secretas que ninguno de los dos se atrevía siquiera a repetir en voz alta. Sin embargo, nada de eso influía en nuestro comportamiento.
Como dos amigos heterosexuales, nuestras conversaciones jamás versaban sobre lo que hubiera sucedido en la cama, bueno, ni en el coche, ni en los baños de la discoteca. Pero ni en público, que sería normal, ni tampoco en privado. De hecho, a veces me daba la sensación de que todo lo vivido hubiese quedado relegado al mayor de los olvidos.
Solo cuando nuestros cuerpos se unían en secreto para dar rienda suelta a nuestros deseos, la confianza ganada con cada encuentro sexual salía a relucir. El resto del tiempo llegábamos a parecer auténticos conocidos. Conocidos con poca o ninguna confianza.
¿Volvería a besar sus gruesos y sensuales labios?
¿Volvería a recorrer su espalda ancha y tatuada con mis manos y mi lengua?
¿Volvería a comerme su culito estrecho y peludo?
¿Y su rabo? ¿Volvería a disfrutar del rabo más grande y gordo que había conocido?
Cuando me sentía optimista me contestaba a todo que sí. Claro que sí, ¿por qué no? Lo habíamos hecho en varias ocasiones y nos gustaba. De hecho cada nuevo encuentro nos permitía ir un paso más allá. Pero apenas manteníamos el contacto, y cuando lo hacíamos, jamás, jamás, hablábamos sobre lo sucedido, como si fuera tabú, como si el David con quién disfrutaba del sexo fuera otro David distinto.
Acabamos tomando cervezas en otra terraza, pero antes nos fuimos los cuatro a los baños del centro comercial, otros distintos a donde había tenido sexo con el camarero italiano. Lo típico, las chicas necesitan ir y nosotros aprovechamos.
Nervioso por encontrarme a solas con David, empecé a pensar en cómo decirle las mil cosas que me apetecía contarle, o por lo menos planear una futura cita donde ser nosotros mismos y disfrutar de nuestros cuerpos, pero no me atrevía, las palabras, simplemente, se habían encasquillado en mi garganta.
Su actitud conseguía hacerme dudar, incluso llegaba a temer por su reacción. ¿Y si le doy una palmada en el culo ahora que nadie nos ve y me devuelve una hostia? ¿Y si le digo de vernos a solas en su coche y me pregunta para qué? Lo veía capaz de eso y de más, de mucho más.
¿Miedo absurdo? Quizá, seguramente lo fuera, pero miedo al fin y al cabo.
David me importaba. Y todavía me costaba creer todo lo que habíamos hecho en la cama, como si todo pareciera fruto de mis fantasías, como si nada de lo ocurrido con él fuera real.
¿Podría haberlo soñado todo?
Meamos juntos, uno al lado del otro, en medio de la fila de urinarios de pared como dos colegas que están de copas con las pibas. Hablamos del gimnasio, de los ejercicios y la dieta que seguíamos, del tiempo necesario para lucir abdominales definidos, pectorales formados, y en definitiva, cuerpos físicamente perfectos.
A pesar de mirarnos mientras meábamos y hablábamos, juraría que nunca desvió la mirada hacia mi rabo, es más, estaba tan atento a mis ojos, que intentaba contenerme para que no me pillara contemplando su pollón. Pero lo echaba de menos, mi cuerpo necesitaba que echara un vistazo, tenía que hacerlo.
Y no, no me atreví.
David llevaba mucho más tiempo que yo en el gym, sus abdominales se apreciaban con claridad, y no fue hasta que decidió mostrarme sus avances subiéndose la camisa, que aproveché para ver sus rabo peludo, gordo, y encapuchado, ahí, en reposo, expulsando las últimas gotas de pis.
Pero no fui el único que disfrutó de su cuerpo y su polla. El pibe que estaba meando a mi lado también se fijó, quedando prendado del majestuoso rabo de mi colega. Entonces David se dio cuenta, y su lado macarra no nos dejó indiferente.
— ¿Qué miras?—agregó con chulería.
Se agarró la polla y se la sacudió ante nosotros.
— ¿Te mola o qué?—gritó, iracundo—. ¡Puto maricón!
— ¡Tío, déjalo! ¡Vamos!—intenté persuadirlo, desconcertado.
— El loco este mirándome el rabo, ¡lo cojo!—rabioso, concluyó mordiéndose el labio y ofreciéndole un puñetazo.
— ¡Venga, vamos!
Y salimos del baño. Él enfadado, yo, yo entre asustado, preocupado e inquieto.
La tarde-noche continuó como hasta ese momento. Cervezas, picoteo, y conversación, tras conversación, entre Lara, David, Catalina y yo. Visitamos el baño una vez más, y en dicha ocasión, tuve que aguantar mis ganas de mirarle la polla, ahora con más motivo que nunca.
Sin embargo mi instinto, que a veces va por otro camino diferente al mío, se arriesgó a mirar con disimulo hasta en dos ocasiones, pudiendo disfrutar de ese pedazo de rabo relajado, y meando, que conseguía quitarme el aliento y ponerme cardiaco.
Pero él nunca miró el mío. Tampoco hablamos de nosotros. Sin más, cada uno se fue para su casa.
¿Qué había pasado?
No entendía nada. Ni su reacción en el baño, ni que tuviera que haber contenido su rabia para que no se diera de hostias con el pibe. ¿Por qué? ¿Odiaba los gays? ¿Me odiaría si supiera que lo soy? Pero, ¿y él?
Intenté dormir aunque pensar en David me mantenía en vilo. Me preocupaba tanto su violencia homofóbica como que ya no volviera a tener nada con él. Y de repente lo eché de menos. Y de repente me llegó un mensaje.
— ¿Estás durmiendo?
— ¡Qué va!
— Te recojo en diez minutos.
Y en diez minutos David me esperaría en su coche.
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- Aunque son independientes, los relatos se complementan. ¡No te pierdas ninguno!
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