¡Nos pillan follando en los baños!

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    — Eres una vergüenza para la familia, James.     — Lo siento mamá.                                                            ...


    — Eres una vergüenza para la familia, James.
    — Lo siento mamá.


                                                               DOS HORAS ANTES


Samuel había despertado un sentimiento de curiosidad y ganas de explorar que me mantenía en un estado de ensueño constante. Su fragilidad e inocencia no solo se apreciaba en su físico. También en su personalidad.

Mientras las escaleras mecánicas de El Corte Inglés nos bajaban planta a planta, rodeado de personas, luces y maniquíes, nuestra conversación no solo era de lo más normal, sino que nadie podría haber intuido que varias, aunque fugaces, relaciones sexuales con muchos orgasmos para Samuel, y uno solo para mí, nos había unido hacía solo unos minutos en el cuarto de baño.

Pero yo quería más.

Yo necesitaba más.

Su culito plano disparaba mi imaginación.

Podía imaginarlo del tipo lampiño. Liso y suave, de esos que apetece saborearlo con intensidad, humedecerlo mientras lo dilatas con la lengüita. 

O peludo. De esos que nunca han sido depilados, afeitados o rasurados, y que cubren las nalgas con pelos largos y negros que luego se enredan con la lefa seca que se derrama tras la perforación.

Fuera como fuese, me encendía. Más si tenía en cuenta su fragilidad. Sí, a Samuel habría que follárselo con mucha, mucha calma.

¿Se correría una y otra vez con mis 22.5 centímetros dentro de su culo?

¿Podría metérsela entera? ¿O solo con la puntita bastaría?

Samuel me ponía cachondo, muy cachondo, sin que hiciera nada para conseguirlo. Si encima lo pillaba mirándome el paquete y empalmándose mientras disimulaba, mi fiera, simplemente, se encendía con un hambre tan voraz como insaciable.

Y lo había pillado mirándome el paquete hasta en dos ocasiones. Y ya solo nos quedaba una planta para salir a la calle.

   — Tío, acompáñame al baño—dije con toda la naturalidad que tienen dos colegas que van juntos de compras.

No estábamos solos en las escaleras. De hecho habían dos señoras detrás nuestra que nos acompañaban desde hacía una planta. Que todo pareciera normal, y nada tuviera connotación sexual, empujaba a Samuel a seguirme si no quería levantar sospechas.
Si parecía que éramos amigos, teníamos que fingir que lo éramos, o eso debió pensar Samuel, que sorprendido, no dudó en seguir mis pasos.

   — ¡Estás loco!—dijo, susurrante.

Sonreí mientras seguíamos caminando rumbo al cuarto de baño más próximo.

En la primera planta, moda mujer, el baño estaría más despejado, podría follarme su culito virgen con total libertad, perforarlo con mi rabo y petarlo de leche. Aunque eso vendría después, primero quería comerle la boca y sobarle el rabo gordo y torcido que probablemente se correría al primer tocamiento.

Cachondo, Samuel y su capacidad para correrse al mínimo roce me ponían cachondo, muy cachondo.

Y en cuanto entramos en el cuarto de baño me abalancé sobre él sin darle tiempo a reaccionar y uní mis labios a los suyos, y lo violé con mi lengua mientras él intentaba dejarse llevar a pesar de que su timidez lo forzara a quedarse prácticamente quieto, dejándose hacer.
Lo llevé hasta la pared y me pegué a él lo suficiente como para hacerle sentir mi pollón duro. 

Él también estaba empalmado.

Y aunque mis manos lo acariciaban completamente en busca de su rabo torcido y su culito plano, sus manos tenían el amago de tocar mi rabo, pero su timidez, una vez más, lo llevaba a posar sus manos en mis caderas, y a través de movimientos sutiles, parecía acercarse a mi polla. Sin embargo no llegaba a rematar la faena. 

Lo entré en uno de los cubículos sin que nuestras bocas se separaran, y sin que mis manos no palparan sus zonas bajas. Samuel jadeaba en mi boca, cada vez estaba más suelto, y su lengua participaba a jugar con mi lengua.

Cachondo, muy cachondo, le bajé los pantalones.

   — ¿Te lo han comido alguna vez?
   — ¿El qué?
   — El culo—dije antes de morderle suavemente el labio.
   — ¡No!—añadió avergonzado.
   — ¿Y te lo han follado?
   — ¡No!
   — Te voy a hacer mío, y vas a flipar.

Me acuclillé ante su rabo gordo y torcido. No solo estaba sin circuncidar,  sino que la piel sobrante de su prepucio lo hacía desde varios centímetros de piel que en este momento estaban humedecidos, tal vez por el precum, tal vez por la cantidad de corridas que había expulsado en tan poco tiempo.

Fuera lo que fuese, sentí la necesidad imperiosa de llevarme su rabo a la boca y chupar una y otra vez, una y otra vez. Entonces sus gemidos se intensificaron, y la leche caliente y espesa de Samuel salió disparada hacia mi boca, y mi garganta. 

Y chupando, y tragando, su rabo continuó duro, muy duro, mientras conseguía saciar mis ganas de mamar. Luego le di la vuelta: deseaba conocer su culito.

Plano, y peludo, aunque de pelos rubios y castaños, su culito parecía muy poca cosa. Delicado y prieto, me enloqueció.

Llevé mis manos hasta sus nalgas y mi lengua hasta su agujero. Luego recorrí sus pequeñas nalgas con la lengua. Lo estaba disfrutando, pero no aguantaba más la presión. Metérsela era mi único deseo. Mi única obsesión.

Sin embargo mi rabo no cabía en su culito.

Me escupí la punta del cabezón, y agarrando con fuerza mi rabo volví a intentar perforarlo, pero Samuel gritaba, y su culo no se abría, como si tuviera un cierre de alta seguridad imposible de profanar.

   — Relájate. Disfruta—le susurré al oído mientras mi lengua le recorría el cuello y mis manos acariciaban su delgado cuerpo.

Y dejé la punta del pollón sobre su agujero.

   — ¡Me duele, James!

Y lo embestí con delicadeza, muy lentamente, mientras sentía cómo su agujero se abría lo suficiente como para que el cabezón humedecido de mi rabo se abriera camino. Sin embargo su prieto agujero seguía cerrado, impidiéndome avanzar.

   — Empuja.
   — ¿Qué?—añadió, desconcertado.
   — Empuja como si quisieras sacarla.
   — ¿Qué? Pero…
   — No tengas miedo. Tú empuja que no va a pasar nada.

El ano es inteligente. Está preparado para dilatarse y contraerse. Sin embargo nuestra mente ha establecido que su dilatación es necesaria solo cuando va a expulsar las heces, y no cuando va a recibir un pollón. Si se empuja, si se le hace creer que se quiere defecar, no solo no defeca sino que se relaja y dilata permitiendo el paso de un buen rabo sin dolor. Solo hay placer.

Y Samuel lo hizo. Samuel empujó como si de verdad pudiera conseguir expulsar mi rabo. Sin embargo mi rabo pudo adentrarse con mayor facilidad, provocando que sus gemidos de placer se multiplicaran; provocando que, de repente, su agujero se contrajera dando paso a una nueva eyaculación.

   — ¡Eres la bomba!—dije totalmente encendido.

Entonces me aferré a sus caderas y lo embestí una y otra vez, una y otra vez, incapaz de soportar la excitación por más tiempo, incapaz de retener las ansias de correrme y petarle el culito con mi leche.

Y lo hice.

Me corrí en su culito y utilicé mi lefa como si del mejor lubricante se tratase, y lo seguí embistiendo mientras Samuel gritaba, y mis 22.5 centímetros de carne dura se aventuraban dentro de su culo.

Y lo preñé, lo preñé para que no me olvidara, para que cuando ya no estuviera dentro de él, él me siguiera sintiendo dentro.

Exhaustos de placer permanecimos quietos y recobrando el aliento, con mi rabo lecheado dentro de su culo, y mi respiración acelerada inundando su nuca. Pero no estábamos solos.

   — ¿Qué pasa ahí? ¿Qué hacéis?—gritó un hombre desde el otro lado de la puerta—. ¡Salid! ¡Salid, pervertidos!—mientras aporreaba la puerta con fuerza.

Paralizados, nos vestimos y nos quedamos quietos y asustados sin hacer ni decir nada. 

   — ¡Voy a llamar a la policía!

Y los segundos se convirtieron en minutos, los minutos en horas, y las horas en días, y el señor no solo no se iba, sino que seguía empeñado en hacernos salir del cubículo bajo golpes en la puerta, insultos varios, y amenazas de toda índole.

Y llegaron más personas al baño.

Y llegaron más gritos.

Y llegaron los de seguridad de El Corte Inglés.

Y me quise morir.

Y quise que me tragara la tierra.



DOS HORAS DESPUÉS


   — Eres una vergüenza para la familia, James.
   — Lo siento mamá.
   — No sé qué habremos hecho mal. No sé en qué momento dejaste de ser una persona normal para convertirte en eso—concluyó con desprecio.
   — Lo siento mamá.
   — Así que eres… eres…—añadió con repugnancia.
   — Sí mamá, soy gay.
   — ¡Dios mío!—se santiguó.
   — Es lo que soy. Ni lo he elegido, ni lo puedo cambiar.
   — ¡Dios mío, James! ¡No sabes lo qué dices!
   — Lo siento mamá.
   — De eso nada, James. No es normal—pausó brevemente antes de continuar—. Vas a cambiar eso. Vas a esforzarte por ser un hombre normal ¡Por Dios te lo pido, James! O cambias o te vas de esta casa.

Y de repente el mundo se me vino abajo.

   — No puedo cambiar quién soy—dije, envuelto en el dolor más punzante y desagradable que había podido sentir nunca.
   — Entonces ya sabes dónde está la puerta.

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