Me la chupa sin chupármela

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¿Multiorgásmico? ¿Eyaculador precoz? ¿Hipersensible? Me había vuelto a sorprender con su capacidad para eyacular en cuestión de min...

¿Multiorgásmico? ¿Eyaculador precoz? ¿Hipersensible?

Me había vuelto a sorprender con su capacidad para eyacular en cuestión de minutos entre orgasmo y orgasmo; con su capacidad para correrse en abundancia sin tiempo material para que sus pelotas se hubiesen recargado; con su capacidad para lechear tras unos breves, aunque intensos, toqueteos.

Fuera lo que fuese, no era normal.

Tampoco era normal la atracción incontrolada que sentía por él y su inocencia. Mayor que yo, pero con cara aniñada y expresión ingenua, mi presa estaba consiguiendo que el cabezón de la fiera ardiera en ansias. La necesidad de sentir sus labios acariciando mi pollón, de sentir sus delicadas manos sobando mi rabo, o de sentir cómo atravesaría su culito sin contemplación, se convertía en una necesidad imperiosa y dominante.

Tenía que correrme.

El precum me brotaba como una cascada que se desborda y arrasa.

Y el cuerpo solo me pedía darle caña.

¡Oh, sí! Necesitaba follarme su boca, su mano, o su culo.

Me saqué su pollón torcido y lo lamí varias veces mientras sentía cómo iba perdiendo rigidez. Por un momento quise continuar mamando. Si seguía mamando podría disfrutar de su rabo antes de que volviera a explotar lefa. Sin embargo mis pelotas no aguantaban más la presión.

Me levanté animado a indicarle que se bajara a comerme la polla, pero su carita de niño bueno, exhausta por el placer y la relajación más absoluta, me llevó a necesitar comerme sus labios.

Entonces le besé, busqué su mano, la llevé hasta mi rabo, y con suaves movimientos le indiqué que me la meneara. Y lo hizo, pero con lentitud.

            — ¡Dale!
            — Lo siento, no tengo mucha experiencia—dijo, intimidado.

Su rubor y su vergüenza me encendían todavía más.

            — No pasa nada—dije mientras me acercaba nuevamente a sus labios.
            — Es que… Es que—titubeó, mirando al suelo.
            — Déjate llevar. Venga, cómemela—ordené, llevando la mano hasta su cabeza e impulsándolo hacia mi rabo.
            — Es que… Es que nunca lo he hecho.

Si creía estar en la cima de la excitación, claramente me equivocaba.

            — No te preocupes. Solo hazlo.

Asintió.

Mientras su boca se acercaba lentamente a mi polla, un chorro de precum brotó como brotaría mi lefa en cuanto le diera permiso para petarle la bonita boca a mi presa.

Mi presa sonrió, sorprendida.

            — ¿Ya te fuiste?
            — ¿Qué? ¡No! Todavía no.

No solo no se había comido una polla nunca, sino que nunca había visto cómo un rabo expulsaba precum.

¡Loco, mi presa me tenía loco!

Acuclillado ante mi pollón, mi presa dedicó eternos minutos a observarme el rabo con fascinación. Temeroso, sus manos intentaban hacerse con mi fiera con extremada delicadeza, como si agarrarla quemara, doliera, o le provocara otro orgasmo, otro puto orgasmo.

Entonces, con su largo y fino dedo índice, me limpió el precum saliente. Luego lo miró, hipnotizado.

Como una película a cámara lenta, la paciencia desmedida con la que actuaba mi presa me provocaba desesperación y que mi rabo pareciera un peligroso volcán a punto de entrar en plena ebullición.

Contemplativo, quizá indeciso, mi presa me sujetaba la polla con gran delicadeza, tal vez como si no supiera qué hacer con ella y debiera pensárselo muy bien antes de actuar.

Pero ni yo ni la fiera teníamos tanta paciencia.

Cachondo, muy cachondo, me sujeté el rabo y lo conduje hasta su boca. Sus labios, temblorosos, se abrieron dando paso a una lengua tímida que lamió el precum que salía disparado desde el cabezón de mi rabo con movimientos suaves y erráticos.

Cachondo, muy cachondo, no pude evitar darle un par de pollazos en la boca, boca que se cerró igual de rápido que se cerraron sus ojos. Sometido, mi presa se dejó dar un pollazo tras otro. Luego, coloqué la punta del rabo en sus labios, y con un suave movimiento de cadera, quise embestirlo como si fuera un prieto agujerito que necesita dilatar. 

Y dilató.

En cuanto abrió la boca y mi polla se introdujo a través de sus tímidos labios, las ganas de follármelo duro y petarle la boca con mi leche se apoderaron de mí. Sin embargo su carita de joven inocente me frenó. Mi presa me generaba ternura, ternura y morbo, mucho morbo.

Lo dejé mamar a su antojo.

Sin embargo a mi presa se le antojaba dejar la boca abierta mientras sentía mi rabo dentro. No usaba la lengua. No usaba los labios. No usaba la cabeza para meter y sacarse mi polla.

Muerto, mi presa parecía estar muerto.

Entonces me agarré a su cabeza con suavidad, usando casi la misma delicadeza con la que él me tocaba, y despacio, muy lentamente, empecé a follarle la boca, teniendo que reprimir las ganas locas de darle caña.

¡Joder, me tenía a mil!

Y no necesitaba mucho tiempo para explotar toda mi lefa ardiente. Ni siquiera necesitaba que mi presa fuera un buen mamador. Lo tenía fácil, muy fácil para sacarme hasta la última gota. Sin embargo estaba quieto, constriñendo los ojos con fuerza, como si deseara que terminara cuanto antes.

Y mientras lo embestía con suavidad se me ocurrió sacarme el rabo de su boca y echarle la leche en la cara, y la idea, la idea me dio tanto morbo que empecé a sentir cómo estaba a punto de explotar. Solo necesitaba embestirlo un par de veces más, aumentar un poco el ritmo.

Entonces sentí, por primera vez, cómo la lengua de mi presa empezaba a recorrer mi capullo mientras que su mano se aferraba con cierta fuerza a mi rabo.

Estaba vivo ¡Mi presa estaba vivo!

Y aunque quise reprimir las ganas de correrme para dejarlo disfrutar de mi rabo, no pude aguantar más la presión, y jadeando sin importarme que estuviéramos en un baño público, me corrí en su tímida y virgen boca.

Para mi sorpresa, mi presa se animó con mi leche y empezó a comerme el rabo como un puto loco, al menos hasta que se detuvo de repente, abrió los ojos, me miró asustado, se sacó mi rabo de la boca, y se santiguó.

            — ¡Dios mío!—exclamó, vencido por la culpa.

Y se levantó, apurado.

            — ¡Me tengo que ir!
            — Espera, no te vayas.
            — Lo siento.

Y se fue, dejándome con ganas de seguir conociéndolo.

Sin embargo, aquello que me había conducido a seguirlo desde el autobús hasta El Corte Inglés, a besarlo y a tratarlo con delicadeza... Aquello que fuera lo que fuera, pero que me hacía sentir absolutamente atraído por él, me llevó a subirme los pantalones y salir en su búsqueda.

            — Me llamo James—dije al encontrarlo en las escaleras mecánicas.

Sonrió.

            — Encantado James. Yo soy Samuel.
            — Pensarás que no estoy bien de la cabeza, pero me gustaría volver a verte.

Sonrió, ruborizado.

            — ¿Estás de broma?
            — ¿Cómo? ¿Por qué iba a estarlo?
            — Mírate—dijo señalando la pared de espejo que tenía detrás de mí—. Puedes tener a quien quieras, ¿por qué quieres a alguien como yo?

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