Cruising en los baños de la estación.

Empalmarte en público es una movida, más cuando vas caminando por la calle, entre la gente, llevas un chándal, y calzas más de veinte ce...

Empalmarte en público es una movida, más cuando vas caminando por la calle, entre la gente, llevas un chándal, y calzas más de veinte centímetros de polla. Por suerte tenía una mochila conmigo, salía de la biblioteca, y aunque lo normal sea llevarla a la espalda, me la puse a la altura del bultaco como si estuviera buscando algo, algo que no lograba encontrar.

No podía quitarme la imagen del trío de la cabeza. El rabo venoso de David rozando mi rabo, su culo virgen y peludo siendo penetrado por mi lengua, los coños de Lara y Catalina succionando mi polla. Y por si no fuera suficiente, estaba imaginándome con David:

Primero hacíamos un 69, acostados de lado. Me comía su pollón con mucha suavidad mientras él se asfixiaba intentando tragarse mi rabo. Luego lo tumbaba boca abajo y le comía el culo, prieto y peludo, y lo penetraba suavemente con la lengua hasta dejar su agujero lo suficientemente mojado para que mi polla se adentrara lenta, muy lentamente en su culito dejando solo mis pelotas fuera, revotando con cada embestida.

No aguantaba más, necesitaba correrme.

Decidido, fui directo a los baños públicos de la estación de autobuses, un lugar sórdido y oscuro, decorado con dibujos de pollas y mensajes sexuales, viejo y en apariencia abandonado, los baños eran frecuentados por miles de hombres al día.

Era tan sucio como excitante. Aquellas paredes, testigos oculares de cómo tenían la polla esos miles de tíos, invitaban a querer interrogarlas.

¡Joder, si esas paredes pudieran hablar!

Cachondo por mis pensamientos y cachondo por las condiciones del baño, entré en el único cubículo libre que había. Fuera, en los urinarios de pared, solo dos quedaban libres. Ya no era hora punta, pero estaba lleno, lleno de rabos de todo tipo.

La puerta, sin cerrojo, tampoco se podía cerrar, solo dejarla entre abierta. Y estaba tan excitado, que solo pensaba en desahogarme.

Me coloqué la mochila en la espalda y liberé a la fiera. La tenía durísima, muy encendida, las venas se me pronunciaban y un simple meneo de arriba abajo me generó placer, y deseo, mucho deseo de explotar mi leche sobre el váter salpicado con un sinfín de orinas diferentes.

Preocupado por el resto que podría verme, empecé a meneármela con la mano izquierda. Siendo diestro, usar la otra mano no me permitía tener el control de mi rabo. ¡Joder, parecía que otro me la meneaba! Si cerraba los ojos, podía imaginar que cualquiera me la estaba cascando.

Los hombres seguían entrando y saliendo del baño. El agua de los grifos fluía. Los secadores de mano inundaban las paredes con su ruido. Debía cuidarme de jadear, debía ser discreto con mi mano, debía estar atento a que no me abrieran la puerta. Todo me estaba revolucionando: los ruidos, los olores, la imaginación.

Entonces ocurrió lo que estaba claro que ocurriría. Con el baño lleno, uno abrió mi puerta.

            — Oh, disculpa.

Y dejó la puerta más abierta que cerrada. No sé si me vio pajeándome, pero no podía parar de hacerlo, necesitaba descargar toda la leche de mis pelotas. 

Seguí bombeando el rabo con la mano izquierda, centrando mi atención en el placer. Lo hacía despacio, tenía que ser despacio, y otro hombre abrió la puerta, pero sin decir nada, se fue.

¡Joder, estaba cardiaco! Los nervios y la excitación provocaron que las piernas me temblaran. Tenía la boca seca y el pulso me iba a mil por hora. El rabo se salía del chándal lo justo para menearlo, pero necesitaba más, necesitaba sentir mis pelotas libres.

Preparado para lechear, saqué el rabo al completo y fijé el objetivo: quería correrme sobre el asiento del váter, sobre el suelo y salpicar también las paredes, quería llenarlo todo como mi semen, pero otro tío entró.

No habló, no se disculpó, no siguió su camino, sino que entró y con su cuerpo dejó la puerta más cerrada que abierta. Su mano fue directa a mi polla, luego se inclinó y se la metió en la boca.

Estaba tan cachondo y sorprendido que únicamente me dejé llevar.

Con camisa de botones, bigote y anillo de casado, el cuarentón regordete se tragaba con gusto mi polla. Fuera, los demás seguían entrando y saliendo del baño ignorando que un extraño me estaba comiendo el rabo.

Cachondo, muy cachondo, me agarré a su cabeza y le embestí la boca una y otra vez, una y otra vez, hasta petarle la boca de leche.

Sin aliento, el hombre siguió mamando hasta dejarme la polla sin el más mínimo rastro de lefa.

Me subí el chándal y salí rápido, sin mirar a los lados, preocupado por si los demás nos habrían escuchado, preocupado por si alguien me reconocía.

Fuera, en la cafetería de la estación, me encontré con mi primo y su colega de gym.

            — ¡Primo!—gritó haciendo señas con las manos—. ¿Qué pasa, tío?—nos dimos un abrazo.

Mi cuerpo estaba paralizado. Un nudo se apoderaba de mi barriga y mi garganta. No lo podía creer.

Sonreí, embobado.

El colega de mi primo era el árabe de la playa. Y ahora estaba ahí, delante de mí, más guapo de lo que recordaba, tan atractivo con ropa como sin ella.

            — Este es khaled. El colega con el que hago boxeo.

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• Aunque son independientes, los relatos se complementan. ¡No te pierdas ninguno!