Cazando a tímido en el autobús

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Todo me olía a David. Su aroma se había quedado impregnado en mi casa, en mi habitación, en mis sábanas y en mi cuerpo. Y no quería despre...

Todo me olía a David. Su aroma se había quedado impregnado en mi casa, en mi habitación, en mis sábanas y en mi cuerpo. Y no quería desprenderme de su olor a macho, todavía no.
Su olor estaba tan presente que en medio de la cama, mientras daba vueltas en busca de una posición que me permitiera dormir plácidamente, la fiera se despertó con un hambre voraz, igual que si llevara tiempo sin salir a cazar. 

Y me olía a leche seca.

Y me olía a David.

Cardiaco, tardé más en bajarme el bóxers negro que en agarrarme la fiera y empezar a darle caña. Pero quería usar la mano derecha que sintió la lefa espesa de David para olerla y chuparme cada dedo. Daba igual que ya no quedara resto alguno de su corrida. Si me concentraba podía sentir su flujo deslizándose entre mis dedos. Sin embargo, tocarme con la mano izquierda siendo diestro resultaba, cuanto menos, curioso. Una experiencia explosiva de placer e incertidumbre en la que otra mano que no fuera mi mano me pajeaba los 22.5 centímetros de carne aquí y ahora, en mi cama.

Incapaz de controlar el ritmo, por momentos esa otra mano se detenía, en otros iba rápido, y en otros con una lentitud desesperante. Fuera como fuese, esa otra mano no conseguía satisfacer mis expectativas. Yo quería caña, mucha caña, sacarme toda la lefa que iba acumulándose por segundos en mis pelotas.

Y podría conseguir mi objetivo con solo cambiar de mano. Sí, por momentos lo pensaba: cambio de mano y me corro. Pero resultaba excitante no poder controlar los meneos y tener que soportar que correrme no iba a depender de mí.

Tenía que adaptarme y ser paciente, como si esa otra mano perteneciera a un desconocido que ignoraba mis súplicas: ¡Dale caña! ¡Vamos, dale! Le diría si se tratara de alguien.

Entonces, cuando la sangre de mi cuerpo había ido a parar por completo a mi pollón, me estrujé el cabezón, y con unos meneos de cadera, y con la sensación de estar follándome una mano, una boca o un culo, derramé mi lefa pensando que iría a parar a la cara de David.

Exhausto, me tumbé sobre la cama, me tapé con las sábanas y las mantas, y con el bóxer negro por encima de las rodillas, y la lefa en la barriga, el pecho y mi mano, me quedé dormido como un bebé.


AL DÍA SIGUIENTE

Me había fijado en él desde la parada de autobuses. Moreno, pelo corto peinado hacia un lado y gafas de pasta negra. Alto, pero más bajo que yo, delgado, muy delgado, y guapete. Con look intelectual y sobrada timidez, mi presa había notado mis miradas furtivas.
Llevaba pantalones cortos, camisa de botones y una carpeta debajo del brazo. Rondaría los veinticinco años, y tenía unos dedos de la mano largos y delgados. Llamativo, captaba mi atención, toda mi atención.

Entré en el autobús detrás de él y lo seguí entre la gente. No había sitio donde sentarse. De pie y con vistas a su nuca, su espalda delgada, y su culo plano, empecé a imaginarme cómo sería empotrarlo contra el cristal del autobús y follármelo con fuerza.

Su aspecto frágil y sensible me estaba dando mucho morbo, tanto que sentí cómo la fiera comenzaba a animarse, y no podía permitírselo. Ya se me notaba el paquete a través del chándal; una erección sería imposible de disimular.

Entonces llegamos a la parada de mi presa, una parada antes de la mía, y pensando con la polla, y no con la cabeza, me bajé tras él. 

Él me vio.

Su mirada me seguía con timidez.

Disimuladamente se giraba como si buscara conocer el estado del tráfico, quizá cómo si buscara algo en medio de la calle. Su mirada, en definitiva, hacía un breve recorrido de todo cuanto lo rodeaba para acabar siempre en mis ojos, y luego en mi paquete.

Yo no disimulaba. Aprovechaba cada uno de esos instantes para sonreír y agarrarme el pollón.

Entonces mi presa se apresuró en cruzar la carretera teniendo que sortear algunos coches, dejándome al otro lado, lejos de él.

Y mientras pensaba que lo perdía de vista, mi presa volvió la mirada hacia mí. Luego se agachó para amarrarse los cordones de los zapatos y esperó a que el semáforo se pusiera en rojo para que yo cruzara.

Sin decir nada, mi presa continuó su camino en dirección El Corte Inglés.

¿Esperaría que lo siguiera? ¿Estaría ante una cadena de coincidencias que malinterpretaba?

No podía quedarme sin saber hasta dónde me llevaba la situación. La verdad era que mi presa no había vuelto a mirar para mí desde que entró en el centro comercial. Se limitaba a subir planta por planta, sin que su mirada coincidiera con la mía. Sin que sus intenciones quedaran claras.

¿Era El Corte Inglés su objetivo desde el principio? ¿Sabría que estaba siguiendo sus pasos como un maniaco acosador?

Llegamos a la cuarta planta: moda joven.

Mi presa se puso a mirar ropa con detenimiento mientras yo me sentía un gilipollas, un puto gilipollas, que había perdido el tiempo, y algo de dignidad. De repente sentí cómo un sentimiento de vergüenza me invadía. Si mi expresa me veía aquí, mirando ropa que poco tenía que ver conmigo, y después de haberme visto siguiendo sus pasos, ¿qué pensaría de mí?

Cogí el móvil y avisé a mis colegas de que llegaría en veinte minutos. 

Entonces fui al baño.

Me gusta mear en los urinarios de pared porque siempre acabas viendo alguna que otra polla. Además, por el tamaño de mi fiera debo separarme unos centímetros para alejarme del mármol, y eso hace que siempre, los que están cerca, acaben mirándome el rabo sean o no gays. Pero ahora no había nadie. Nadie que me mirara. Nadie a quien mirar.

Sin embargo, mientras me lavaba las manos mi expresa entró en el baño y nuestras miradas, nuestras miradas coincidieron a través del espejo.

Tímidamente se dirigió a unos de los cubículos y cerró la puerta.

Nervioso, me sequé las manos a la espera de que sucediera algo que me indicara el siguiente movimiento, pero mi presa no salía del cubículo, y mis manos ya estaban limpias y secas.

Volví al urinario y me saqué el rabo. Entre los nervios y la excitación mis 22.5 centímetros de carne se convirtieron en morcillona en cuestión de segundos, y en cuestión de segundos ya estaba con una erección de caballo.

Mi presa salió del cubículo para encontrarme empalmado, meneándome suavemente el rabo, mientras mi mirada lo buscaba a pesar de que sus ojos se clavaran en el suelo.

Nervioso, mi presa se lavó las manos con velocidad, y aunque lo mirara con detenimiento, él se mantenía con su actitud inquieta y tímida. De reojo me miraba el rabo, de reojo miraba la puerta. Entonces salió del baño como si hubiese recordado que llegaba tarde a algún sitio.

Sin embargo no tuve tiempo de maldecirlo, y maldecirme, pues tanto tardó en salir del baño como de volver, y paralizado, delante de mí, se colocó las gafas de intelectual mientras esperaba que yo diera el siguiente paso.

Decidido, fui hacia él y le besé. Entonces cogí su mano y la conduje hasta mi pollón, y llevé la mía hasta su culo.

Gimió, jadeó, y en cuanto fui en busca de su rabo, aunque seguía duro como una piedra, lo noté húmedo, tan húmedo, que no tardé en descubrir que se había corrido, ¡corrido! Mi presa acababa de tener un orgasmo con su mano en mi rabo y mi mano en su culo.

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Cazando a tímido en el autobús
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